Cuando se tiraba manteca al techo. Fueron dandis Gómez de Anchorena, Marcelo T. de Alvear, Benjamín ROQUÉ -el “Payo” ROQUÉ, Rubén Darío-, el Barón Antonio Demarchi - Aarón Anchorena Castellanos Florencio Parravicini, Benito Villanueva, Alfredo L. Palacios y Manuel Mujica Laínez.
LEGIÓN PATRICIOS DE BUENOS AIRES
Jokey Club de la calle Florida
Tango Shusheta (El aristócrata), dedicado a mi tio abuelo
Benjamin "Payo" Roqué
Dandismo, derroche de bienes y extravagancia en el límite preciso con el exhibicionismo propio del “guarango” (...)
Y sí, hubo una Argentina opulenta que animaba a ciertos personajes a encarar empresas inverosímiles, sin imaginar que en esos caprichos o en el mejor de los casos utopías, muchas veces se jugaban a todo o nada el patrimonio. Así, en más de una ocasión, cayeron fortunas nativas y se resintieron otras de extranjeros tentados a vidriosas aventuras de fondo idealista, como los fallidos proyectos de colonización a orillas del Río Negro y en la provincia de Corrientes de Vicente Blasco Ibáñez, convencido el escritor valenciano de lo inagotable y generosa que podía ser “La Argentina y sus grandezas”, según el título de su libro con que homenajeó al país en el Centenario.
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Claro que mientras unos pocos emprendedores exponían sus riquezas, otros –los menos entre la clase privilegiada- alegremente las dilapidaban con la consigna de que el dinero mejor ahorrado es el que se gasta.
Arturo Cancela y Pilar de Lusarreta recordaron en una obra hoy inhallable: “Cinco dandis porteños”, otras tantas existencias novelescas entre ellas la de Fabián Gómez de Anchorena, el Conde del Castaño compañero de juergas del rey Alfonso XII de España.
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Dandismo, derroche de bienes y extravagancia en el límite preciso con el exhibicionismo propio del “guarango”, remitían aquí a conceptos necesariamente relacionados entre sí.
Aunque el dandismo reunía figuras algo heterogéneas tenían sus representantes como características comunes: la elegancia, alguna cuota de trasgresión y el no reparar en gastos para perseverar en la condición de bon vivant, émulos concientes o inconscientes del decimonónico Duque de Osuna, cuyo riesgo y ventura capturó el escritor Antonio Marichalar, Marqués de Montesa.
Y fueron dandis el mencionado Gómez de Anchorena, Marcelo T. de Alvear, Benjamín Roqué -el “Payo” Roqué, contertulio de Rubén Darío-, el Barón Antonio Demarchi -un yerno del general Roca- Aarón Anchorena Castellanos -cuñado de Enrique Larreta- Florencio Parravicini, el político conservador Benito Villanueva, en muchos aspectos el socialista Alfredo L. Palacios y Manuel Mujica Laínez, quizá el último exponente.
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Avanzado ya el siglo XX, y con menos influencia estética de un Barbey D’ Aurevilly, biógrafo de Lord Brummell, que cediendo al influjo esnob de los millonarios norteamericanos amantes de las platinadas actrices de Hollywood, cuando los afanes deportivos desvanecían cualquier rasgo de decadentismo intelectual el dandi clásico devino en el “playboy”.
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Entonces, en un mundo acelerado por la Primera Guerra y la Posguerra, poco a poco la flema inglesa y el sarcasmo francés adoptados por nuestros donjuanes procedentes de la oligarquía vacuna, mudaron en otro estilo más arrebatado, buen correlato de una moneda fuerte y requerida en la Europa en crisis: el simbolizado en el “morocho y argentino rey de París” del tango. Prototipo de “playboy”, es decir de dandi “aggiornado” a cierta picaresca, fue Martín Máximo Pablo de Alzaga Unzué (1901-1982), más conocido por Macoco.
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Ya en 1974, el novelista y crítico Juan Carlos Martini Real había publicado una “nouvelle” titulada con su apodo, la que fue prohibida durante diez años y fastidió bastante al inspirador; el “niño bien” dueño alguna vez de la neoyorquina “boite” Morocco, sobre Park Avenue en el East River. El enfant terrible que estudió en Londres y París –“idiomas es lo único que he aprendido”, se ufanaba- pero que representó en su tiempo la frivolidad y que en la vejez, recluido en un departamento porteño más funcional que lujoso, situado en la calle Peña al 3100, fue ganado -dicen- por un nostálgico escepticismo a lo Giacomo Casanova en el Castillo del Conde Waldheim en Bohemia, lo que le daba por momentos un toque de sabiduría a su conversación mundana.
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Ahora, y aparte de sus valores literarios, es bienvenida para acomplejar al intrascendente jet set vernáculo recordándole antiguas glorias de nuestra Belle Époque en un díscolo prototipo de la “creme“ y la “gente decente”, la reciente obra de Roberto Alifano, poeta, amigo y colaborador de Jorge Luis Borges y director de la revista Proa: “Tirando manteca al techo” (Proa Amerian Editores), que versa sobre las andanzas de Alzaga Unzué.
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Relato de no ficción, biografía novelada o reportaje imaginario, poco importa el género y si todo lo allí narrado es verdadero y está documentado: lo innegable es la posibilidad de que haya sucedido. Así resulta verosímil su conocimiento juvenil de Jorge Newbery, sus vuelos posteriores con Antoine de Saint-Exupéry, su intimidad con Carlos Gardel, el anecdotario con Jean Cocteau, Paul Claudel o Francis Scott Fitzgerald, sus tratos comerciales con el mafioso Al Capone, su sociedad con el magnate naviero Aristóteles Onasis, sus romances con grandes divas, su colaboración con la resistencia francesa en la Segunda Guerra disimulada entre burbujas de champagne igual que la de Humphrey Bogard en “Casablanca” y sus tácticas de contact man, a las que hasta habría apelado el presidente Juan Perón después de la muerte de Evita, para ser presentado a Ginger Rogers, a Gina Lollobrigida y en forma infructuosa a Brigitte Bardot.
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Algo que rescatan las páginas del libro es la capacidad de adaptación de Macoco para enfrentar con dignidad la relativa decadencia económica final, pertrechado con las añoranzas de tiempos más felices: “Imagino que el paraíso es como era todo cuando yo tenía 25 años”, fue una de sus frases famosas que escuche decirle a Lucas Padilla en una confitería de Azcuénaga y Avenida Las Heras.
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No resulta extraño ese acatar sin marearse la rueda de la fortuna. Desde la primera infancia habrá descubierto a su alrededor esplendor y recato, es decir no una sino varias actitudes de vida: las signadas por las consignas del liberalismo, el agnosticismo y el relativismo positivista de gran parte de los varones de la familia, herederos ideológicos de la Generación del Ochenta y en el otro extremo la piedad religiosa de su madre, Ángela Unzue. (Al respecto, en la página 35 se menciona una reunión social con la presencia del presidente Roque Sáenz Peña en la que tuvo la voz cantante doña Ángela y a la que concurrió el “Cardenal Monseñor Gregorio Romero” (Sic). Sin duda se refiere al salteño José Gregorio Romero y Juárez Babiano (1862-1919), Obispo Diocesano de Salta y Jujuy, legislador, presidente del Senado, gobernador provisional de la Provincia y posible candidato a la dignidad cardenalicia, según comentaba el periodismo hacia los finales de la segunda década del siglo XX.
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O quizá a un primo de éste, asimismo prelado, el entrerriano Monseñor Gregorio Ignacio Romero (1860-1915), Obispo de Jasso, convencional constituyente en 1898 y diputado nacional de gran actuación, junto al tucumano Ernesto Padilla, durante la llamada “Batalla del divorcio” de 1902. Por cierto el primer cardenal argentino fue Monseñor Santiago Luis Copello, elevado a la púrpura en 1935 por Pío XI.)
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Roberto Alifano, que no en vano es también dibujante y pintor, realiza el boceto de su protagonista con trazos más bien gruesos, sin duda por hallar apenas una sombra en el reminiscente Macoco final, en tanto trabaja con detalle sus tiempos felices y despreocupados.
Lo sigue por la Belle Époque francesa y durante los Años locos norteamericanos y de aquí y de allá va sacando a la luz siluetas que poblaron aquellos mundos de lujo y despilfarro.
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Naturalmente todo tiene su costo y quizá porque esos ambientes envidiables al ser espiados desde afuera, “con la ñata contra el vidrio”, al cabo enfriaban el alma y mutilaban los sentimientos, con acierto se muestra a un interlocutor renuente a las confidencias íntimas y más que todo hay un memorialista de pintorescas anécdotas. Vale una paradoja chestertoniana: la autobiografía es la mejor manera de referirse a los demás.
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El libro, en cuya tapa una fotografía de Alzaga Unzué lo muestra en Nueva York, en 1923, junto a Louis Zborowski, A. Lavete y Clive Gallop, tomando en chiste igual que se tomaban la vida, la común pasión automovilística –el biografiado integró el “team” Bugatti con Raúl Riganti y el ingeniero Louis Bechereau. En 1922 ganó el “raid” Montevideo-Punta del Este y dos años después llevando como acompañante a Alberto Rodríguez Larreta obtuvo el Grand Prix de Marsella-, da cuenta de la diversificada cultura de Roberto Alifano y de sus condiciones para crear tramas y vincular y resolver situaciones y planos diversos.
Todo está expresado con una prosa atrayente, con largos pasajes dialogantes, pero sin que el cambio de voces -la de Macoco y la del autor- dificulte la lectura y al contrario la agiliza.
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Si es difícil crear un personaje de ficción, hacer de alguien real y sólo famoso por su histrionismo, un ser casi mítico, requiere de vuelo literario, de imaginación y sobre todo -como en el presente caso- de afectuoso sentido del homenaje.
Condiciones más que cumplidas en las páginas del libro “Tirando manteca al techo”, donde el gerundio del título parece tironear hacia un imposible presente, esplendores y malcriados gestos de ayer.
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• Carlos María Romero Sosa, abogado y escritor.
Su último libro es “Fanales Opacados”, (2010)
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