LEGIÓN DE PATRICIOS DE BUENOS AIRES, 1975 - 28 de mayo - 2025 . 50º aniversario del combate de Manchalá. Un combate olvidado. La Escuelita de Manchalá
Sucedió un 28 de Mayo…
“Combatió con gloria, por la libertad y
honor argentino el 28 de mayo de 1975”
Leyenda en la bandera de guerra del Batallón de
Ingenieros de Montaña 5
El 28 de mayo de 1975, durante el gobierno de María Estela Martínez de
Perón, y en el marco del Operativo Independencia ordenado por el gobierno
para terminar con el accionar de la guerrilla marxista en la provincia de
Tucumán, una columna de varios vehículos, transportando a 117 hombres
pertenecientes al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) partió fuertemente
armada al pueblo de Famaillá donde se encontraba el Puesto de Comando Táctico
de las operaciones contra los subversivos en el frente rural. El objetivo
consistía en tomar el pueblo, conseguir la rendición, fusilar a los oficiales;
secuestrar al comandante de la brigada para canjearlo por subversivos
prisioneros y anunciar la victoria.
La operación había sido planificada hasta el más mínimo detalle, por lo
que creían que llegarían sin problemas hasta Famaillá donde vencerían a las
fuerzas del Ejército, inferiores en número y desprevenidas. Lo que no tuvieron
en cuenta fue a un puñado de soldados argentinos que, con valentía y
determinación, dispuestos a dar la vida por la Patria, se interpusieron en su
camino y frustraron la operación antes de que comenzara.
Los hombres de la Compañía de Ingenieros de Montaña 5 de Salta estaba
listos para partir hacia el pueblo de Famaillá en la provincia de Tucumán. Eran
las cuatro de la mañana y seis camiones unimog esperaban en
fila para comenzar el largo viaje. Con el bolso preparado y los fusiles al
hombro los soldados se disponían a subir en las cajas abiertas de los
todo-terreno cuando apareció el padre Martín, capellán de la compañía y luego
de hablar con el sargento los convocó a todos a una Santa Misa que no estaba
prevista, en la que regaló a cada uno un escapulario de la Virgen del Carmen,
patrona del Ejército Argentino y de Famaillá.
Ya en Tucumán, en la mañana del 28 de mayo de 1975, algunos de los
jóvenes soldados y dos suboficiales partieron, como lo venían haciendo
diariamente, en uno de los unimog desde Famaillá, rumbo a la
escuela rural de Manchalá, para refaccionar sus instalaciones. En la caja
abierta del todo-terreno viajaban los soldados llevando palas, picos, brochas,
pinceles, tachos de pintura y sus fusiles FAL con dos cargadores de recarga
cada uno.
Poco después de llegar a la escuela empezaron a llegar los alumnos
provenientes de los parajes vecinos, unos treinta niños de entre 9 y 12 años
que asistieron a clase durante la mañana. Finalizada la labor escolar, y
despedidos los niños, se sumó otro grupo de soldados de la Compañía de
Ingenieros para ayudar a terminar los trabajos durante la tarde, ya que tenían
previsto volver a Salta el día 31.
Sumaban ahora en total catorce hombres: doce
soldados y dos suboficiales.
Eran las dos de la tarde y a los soldados se les permitió tomar un
descanso refugiándose del fuerte sol en la galería de la escuela, cerca de una
pequeña gruta de la Virgen al lado del mástil de la escuela. Tres quedaron de
centinelas a treinta metros de la escuela cerca de la ruta, entre ellos el
soldado José Romero. Al ratito nomás, ve venir por el camino a tres hombres.
Dos de ellos se acercan y le preguntan quién está a cargo de la sección.
— El suboficial que está en la escuela —respondió José e inmediatamente
les preguntó qué es lo que querían.
— Queremos jugar un partido de fútbol —le responden los
desconocidos.
A Romero le pareció un poco extraño el pedido teniendo en cuenta el
calor que hacía esa tarde, pero igual los lleva a ver al suboficial Lastra, que
en ese momento se encontraba inspeccionando los trabajos en la escuelita. Los
dos desconocidos reiteran su propuesta de hacer el partido de fútbol a Lastra,
pero el suboficial tampoco se mostraba convencido. Es entonces cuando uno de
los dos hombres le propone que los soldados se fueran preparando hacia las
cinco y media, que ellos llegarían después.
Lastra, que de tonto no tenía un pelo, comenzó a sospechar. Luego, uno
de los guerrilleros le pregunta al suboficial:
— ¿Ustedes cuántos son? Nosotros tenemos para tres equipos.
Lastra respondió fríamente:
— Nos sobran. Nos sobran para tres equipos. Nos sobran soldados.
Se despidieron y Lastra se dirigió al soldado Romero:
— Romero, agarrá el casco y te vas a tu puesto. Abrí bien los ojos.
El suboficial Lastra tuvo que abandonar Manchalá para inspeccionar las
demás escuelas, no sin antes alertar a los demás soldados.
Unas horas más tarde una columna de vehículos avanzaba por la ruta 99
llevando 117 guerrilleros del ERP. La ruta de tierra daba una curva de noventa
grados justo antes de llegar a la escuela y cuando el primer vehículo giró se
encontró con los centinelas de la escuela de Manchalá. Al ver a los soldados el
conductor bajó la velocidad, pero después volvió a acelerar. Lo seguía un
camión Ford gris que iba lleno de hombres armados y vestidos de verde. Este se
detuvo, e inmediatamente abrió fuego sobre los salteños. Los soldados, que ya
estaban en alerta cuando pasó el primer vehículo y tenían preparados sus
fusiles, respondieron el fuego. El resto de la columna de vehículos se detuvo y
docenas de subversivos bajaron para rodear la escuela. Uno de los centinelas
es herido en una pierna y consigue arrastrarse hasta detrás de un eucalipto
para ponerse a resguardo de la lluvia de plomo. La herida era profunda y le
había destrozado el fémur, pero no había mucha sangre —la arteria se había
salvado. Uno de sus compañeros corrió a su lado para protegerlo disparando
frenéticamente con su fusil FAL. Las balas zumbaban por el aire, el sonido era
ensordecedor. Algunas pasaban a centímetros de la cabeza de los soldados,
mientras que otras impactaban en el árbol astillando la corteza. Los que
estaban resguardados en los árboles podían sentir cada uno de los disparos en
los gruesos troncos que temblaban ante cada impacto. Uno de ellos se asomó para
disparar, pero una bala rozó su casco, haciéndolo retroceder para volver a
ponerse a cubierto detrás del árbol que lo protegía.
Los soldados que descansaban en la galería se incorporaron con los
primeros disparos y se pusieron a cubierto para responder el fuego.
Algunos se cubrieron en la ermita de la Virgen y dispararon a los subversivos
que bajaban de los vehículos. Los suboficiales comenzaron a dar rápidas ordenes
conservando la calma y, pistola en mano, señalaban los objetivos. Uno de los
soldados consiguió subir al techo de la escuelita mientras los disparos
impactaban a su alrededor haciendo saltar el revoque de la pared.
Ante la inesperada resistencia, y sabiendo que se quedaban sin tiempo,
los guerrilleros instalaron una ametralladora MAG en una casa frente a la
escuela. Desde allí comenzaron a disparar sin interrupción.
Mientras tanto los suboficiales veían de qué manera rescatar al soldado
herido detrás del grueso eucalipto que a duras penas lo protegía. Dos de sus
compañeros que estaban parapetados detrás de la ermita abandonaron esa
protección para rescatarlo. En cuanto salieron a la carrera, los insurgentes
concentraron los disparos sobre ellos, pero parecía como si Virgen hubiera
intervenido porque las balas no les pegaron de milagro. Al llegar hasta el
herido lo agarraron de los hombros logrando arrastrarlo hasta la escuela entre
los balazos, que se veían cómo “salpicaban” en el patio a solo unos centímetros
de ellos. Lo metieron en una de las aulas y, una vez dentro, reanudaron el
fuego desde las ventanas sobre los subversivos.
La situación era desesperada, ya que no contaban con las suficientes
municiones para resistir un ataque prolongado. Debían hacer valer cada
cartucho. En esos momentos agradecían la rigurosidad de su instrucción básica y
trataban de aplicar lo aprendido en sus primeras semanas como soldados: “un
disparo, una baja”. Cada uno contaba con tan solo sesenta proyectiles.
Una hora después de comenzado el combate y ante la imposibilidad de
avanzar sobre la escuela, los guerrilleros recurren a otra táctica y comienzan
a gritar a los soldados que estaban dentro de las aulas:
—¡Grupo escuela, ríndanse! ¡los tenemos rodeados! ¡La cosa no es con
ustedes, es con los oficiales!
Los soldados miraron a sus superiores. No había atisbo de duda en sus
ojos, eran soldados del Ejército Argentino, guerreros salteños orgullosos de
portar el uniforme de la Patria. No iban a abandonar a sus jefes. Orgulloso de
sus soldados, el suboficial contestó:
·
¡Avancen hijos de p . . .!, ¡vengan a buscarnos!
A medida que consumían las municiones, la situación se tornaba cada vez
más desesperante. Pronto estarían obligados a solicitar refuerzos de forma
urgente o, más tarde o más temprano serían derrotados.
Al no contar con una radio, entonces deciden que vaya el soldado Demayo
en el unimog hasta Famaillá. Luego de dejar su fusil al
suboficial y cambiarlo por la pistola, Demayo se dirige al camión cubierto por
el fuego de sus camaradas. Logra subir, pero inmediatamente recibe una lluvia
de fuego sobre el parabrisas lo que lo obliga a arrojarse por la puerta del
acompañante sin lograr encender el camión. En un segundo intento logra
encenderlo y hacer marcha atrás para esquivar el grueso de terroristas, pero al
querer frenar para evitar unos caños de desagüe, apilados allí por trabajadores
viales, quienes por esos días construían un alcantarillado, se da cuenta que
los frenos no funcionan y el unimog choca contra ellos
quedando semicolgado y atascado. No le queda, entonces, más opción que volver a
la escuela.
Ante el intento fracasado de llegar a Famaillá en el unimog,
uno de los suboficiales no duda en buscar él mismo los refuerzos. Se lanza a la
carrera hacia el cañaveral que rodeaba la escuela, atravesando la espesa
vegetación con rapidez. Algunos guerrilleros se dan cuenta de su intento de
fuga y comienzan a disparar, pero el suboficial logra moverse con velocidad y
habilidad, evitando las balas y alejándose cada vez más de la escuelita. El
sonido de los disparos se fue desvaneciendo a medida que avanzaba, y pronto se
encontró en un lugar tranquilo y oculto. Respiró profundamente y miró
alrededor, nadie lo seguía. Quedaban todavía 17 kilómetros hasta Famaillá y él
era la única esperanza para sus compañeros atrapados en la escuela. Habiendo
recupeado fuerzas, reanudó la carrera adentrándose una vez más en el cañaveral.
Ya estaba atardeciendo cuando un camión Mercedes Benz del Ejército
conducido por un soldado, que llevaba algunas herramientas para terminar los
trabajos, apareció en el camino a unos 150 metros de la escuela. El soldado es
sorprendido por los disparos de los subversivos y pierde el control del camión
que cae en la banquina. Viendo que dentro del camión no tenía forma de
defenderse, baja y se parapeta detrás de las ruedas. Pero termina siendo
alcanzado en un brazo y se arrastra hasta refugiarse bajo el camión.
Ya había oscurecido totalmente, cuando un nuevo unimog del
Ejército llegó al lugar desde la vecina escuela de Balderrama a cinco
kilómetros de Manchalá. Habían escuchado los disparos y no habían dudado en ir
a socorrer a sus compañeros. En él iba el sargento Lastra, acompañado de cuatro
soldados. Este vehículo también recibe una lluvia de balas, siendo herido el
soldado que iba conduciendo y el unimog queda inutilizado al
costado del camino, detrás del Mercedes Benz. Los soldados abrieron fuego contra
los subversivos desde detrás del unimog, pero no pudieron acercarse
a la escuelita.
Dentro de la escuela, casi sin munición, los salteños esperaban el
asalto final del enemigo. Pero pasaban los minutos —que parecían una
eternidad— y el ataque no se producía. De pronto, una luz iluminó la noche como
si fuera de día. Era una bengala de la brigada del Ejército que, alertada por
el suboficial que había logrado llegar a Famaillá, luego de una veloz carrera,
arribaba al mando del general Vilas.
El general estaba convencido que estaba llegando tarde y que el ERP, con
la superioridad de hombres y armamentos de que disponía, habría podido tomar la
escuela. También era lógico suponer que, si la escuela se había perdido,
entonces todos sus camaradas estarían muertos. Sin embargo… la esperanza es lo
último que se pierde, y, para asegurarse, el principal Lastra decidió acercarse
y, con una mezcla de emoción, rabia y rezos, entonó el verso inicial de la
Canción del Ingeniero en medio de un tenso silencio. “¡Ingenieros, audaces
guerreros!”. Y para alivio de Lastra y de todos los que esperaban
anhelantes, desde adentro le contestaron casi gritando: “¡Que la patria
en su yunque forjó! ¡Con soldados titanes de acero, de la noble y abnegada
misión!” Los defensores, protegidos como los soldados de Belgrano en
1812 por el escapulario, seguían vivos.
Los subversivos, al ver llegar los refuerzos habían huido abandonado no
solo vehículos y armamento, sino también a sus dos muertos. A su vez, tres
guerrilleros habían sufrido heridas.
El objetivo de tomar Famaillá por parte de la “Compañía de Monte Ramón
Rosa Jiménez” con 117 efectivos, había fracasado rotundamente.
¡Y todo eso gracias a la valentía de 2
suboficiales y 12 soldados, entre los que hubieron cinco heridos!
Ante la inesperada resistencia, y sabiendo que se quedaban sin tiempo,
los guerrilleros instalaron una ametralladora MAG en una casa frente a la
escuela. Desde allí comenzaron a disparar sin interrupción.
Mientras tanto los suboficiales veían de qué manera rescatar al soldado
herido detrás del grueso eucalipto que a duras penas lo protegía. Dos de sus
compañeros que estaban parapetados detrás de la ermita abandonaron esa
protección para rescatarlo. En cuanto salieron a la carrera, los insurgentes
concentraron los disparos sobre ellos, pero parecía como si Virgen hubiera
intervenido porque las balas no les pegaron de milagro. Al llegar hasta el
herido lo agarraron de los hombros logrando arrastrarlo hasta la escuela entre
los balazos, que se veían cómo “salpicaban” en el patio a solo unos centímetros
de ellos. Lo metieron en una de las aulas y, una vez dentro, reanudaron el
fuego desde las ventanas sobre los subversivos.
La situación era desesperada, ya que no contaban con las suficientes
municiones para resistir un ataque prolongado. Debían hacer valer cada
cartucho. En esos momentos agradecían la rigurosidad de su instrucción básica y
trataban de aplicar lo aprendido en sus primeras semanas como soldados: “un
disparo, una baja”. Cada uno contaba con tan solo sesenta proyectiles.
Una hora después de comenzado el combate y ante la imposibilidad de
avanzar sobre la escuela, los guerrilleros recurren a otra táctica y comienzan
a gritar a los soldados que estaban dentro de las aulas:
—¡Grupo escuela, ríndanse! ¡los tenemos rodeados! ¡La cosa no es con
ustedes, es con los oficiales!
Los soldados miraron a sus superiores. No había atisbo de duda en sus
ojos, eran soldados del Ejército Argentino, guerreros salteños orgullosos de
portar el uniforme de la Patria. No iban a abandonar a sus jefes. Orgulloso de
sus soldados, el suboficial contestó:
·
¡Avancen hijos de p . . .!, ¡vengan a buscarnos!
A medida que consumían las municiones, la situación se tornaba cada vez
más desesperante. Pronto estarían obligados a solicitar refuerzos de forma
urgente o, más tarde o más temprano serían derrotados.
Al no contar con una radio, entonces deciden que vaya el soldado Demayo
en el unimog hasta Famaillá. Luego de dejar su fusil al suboficial
y cambiarlo por la pistola, Demayo se dirige al camión cubierto por el fuego de
sus camaradas. Logra subir, pero inmediatamente recibe una lluvia de fuego
sobre el parabrisas lo que lo obliga a arrojarse por la puerta del acompañante
sin lograr encender el camión. En un segundo intento logra encenderlo y hacer
marcha atrás para esquivar el grueso de terroristas, pero al querer frenar para
evitar unos caños de desagüe, apilados allí por trabajadores viales, quienes
por esos días construían un alcantarillado, se da cuenta que los frenos no
funcionan y el unimog choca contra ellos quedando semicolgado
y atascado. No le queda, entonces, más opción que volver a la escuela.
Ante el intento fracasado de llegar a Famaillá en el unimog,
uno de los suboficiales no duda en buscar él mismo los refuerzos. Se lanza a la
carrera hacia el cañaveral que rodeaba la escuela, atravesando la espesa
vegetación con rapidez. Algunos guerrilleros se dan cuenta de su intento de
fuga y comienzan a disparar, pero el suboficial logra moverse con velocidad y
habilidad, evitando las balas y alejándose cada vez más de la escuelita. El
sonido de los disparos se fue desvaneciendo a medida que avanzaba, y pronto se
encontró en un lugar tranquilo y oculto. Respiró profundamente y miró alrededor,
nadie lo seguía. Quedaban todavía 17 kilómetros hasta Famaillá y él era la
única esperanza para sus compañeros atrapados en la escuela. Habiendo recupeado
fuerzas, reanudó la carrera adentrándose una vez más en el cañaveral.
Ya estaba atardeciendo cuando un camión Mercedes Benz del Ejército
conducido por un soldado, que llevaba algunas herramientas para terminar los
trabajos, apareció en el camino a unos 150 metros de la escuela. El soldado es
sorprendido por los disparos de los subversivos y pierde el control del camión
que cae en la banquina. Viendo que dentro del camión no tenía forma de
defenderse, baja y se parapeta detrás de las ruedas. Pero termina siendo
alcanzado en un brazo y se arrastra hasta refugiarse bajo el camión.
Ya había oscurecido totalmente, cuando un nuevo unimog del
Ejército llegó al lugar desde la vecina escuela de Balderrama a cinco
kilómetros de Manchalá. Habían escuchado los disparos y no habían dudado en ir
a socorrer a sus compañeros. En él iba el sargento Lastra, acompañado de cuatro
soldados. Este vehículo también recibe una lluvia de balas, siendo herido el
soldado que iba conduciendo y el unimog queda inutilizado al
costado del camino, detrás del Mercedes Benz. Los soldados abrieron fuego
contra los subversivos desde detrás del unimog, pero no pudieron
acercarse a la escuelita.
Dentro de la escuela, casi sin munición, los salteños esperaban el
asalto final del enemigo. Pero pasaban los minutos —que parecían una
eternidad— y el ataque no se producía. De pronto, una luz iluminó la noche como
si fuera de día. Era una bengala de la brigada del Ejército que, alertada por
el suboficial que había logrado llegar a Famaillá, luego de una veloz carrera,
arribaba al mando del general Vilas.
El general estaba convencido que estaba llegando tarde y que el ERP, con
la superioridad de hombres y armamentos de que disponía, habría podido tomar la
escuela. También era lógico suponer que, si la escuela se había perdido,
entonces todos sus camaradas estarían muertos. Sin embargo… la esperanza es lo
último que se pierde, y, para asegurarse, el principal Lastra decidió acercarse
y, con una mezcla de emoción, rabia y rezos, entonó el verso inicial de la
Canción del Ingeniero en medio de un tenso silencio. “¡Ingenieros,
audaces guerreros!”. Y para alivio de Lastra y de todos los que
esperaban anhelantes, desde adentro le contestaron casi gritando: “¡Que
la patria en su yunque forjó! ¡Con soldados titanes de acero, de la noble y
abnegada misión!” Los defensores, protegidos como los soldados de
Belgrano en 1812 por el escapulario, seguían vivos.
Los subversivos, al ver llegar los refuerzos habían huido abandonado no
solo vehículos y armamento, sino también a sus dos muertos. A su vez, tres
guerrilleros habían sufrido heridas.
El objetivo de tomar Famaillá por parte de la “Compañía de Monte Ramón
Rosa Jiménez” con 117 efectivos, había fracasado rotundamente.
¡Y todo eso gracias a la valentía de 2
suboficiales y 12 soldados, entre los que hubieron cinco heridos!
Ante la inesperada resistencia, y sabiendo que se quedaban sin tiempo,
los guerrilleros instalaron una ametralladora MAG en una casa frente a la
escuela. Desde allí comenzaron a disparar sin interrupción.
Mientras tanto los suboficiales veían de qué manera rescatar al soldado
herido detrás del grueso eucalipto que a duras penas lo protegía. Dos de sus
compañeros que estaban parapetados detrás de la ermita abandonaron esa
protección para rescatarlo. En cuanto salieron a la carrera, los insurgentes
concentraron los disparos sobre ellos, pero parecía como si Virgen hubiera
intervenido porque las balas no les pegaron de milagro. Al llegar hasta el
herido lo agarraron de los hombros logrando arrastrarlo hasta la escuela entre
los balazos, que se veían cómo “salpicaban” en el patio a solo unos centímetros
de ellos. Lo metieron en una de las aulas y, una vez dentro, reanudaron el
fuego desde las ventanas sobre los subversivos.
La situación era desesperada, ya que no contaban con las suficientes
municiones para resistir un ataque prolongado. Debían hacer valer cada
cartucho. En esos momentos agradecían la rigurosidad de su instrucción básica y
trataban de aplicar lo aprendido en sus primeras semanas como soldados: “un
disparo, una baja”. Cada uno contaba con tan solo sesenta proyectiles.
Una hora después de comenzado el combate y ante la imposibilidad de
avanzar sobre la escuela, los guerrilleros recurren a otra táctica y comienzan
a gritar a los soldados que estaban dentro de las aulas:
—¡Grupo escuela, ríndanse! ¡los tenemos rodeados! ¡La cosa no es con
ustedes, es con los oficiales!
Los soldados miraron a sus superiores. No había atisbo de duda en sus
ojos, eran soldados del Ejército Argentino, guerreros salteños orgullosos de
portar el uniforme de la Patria. No iban a abandonar a sus jefes. Orgulloso de
sus soldados, el suboficial contestó:
·
¡Avancen hijos de p . . .!, ¡vengan a buscarnos!
A medida que consumían las municiones, la situación se tornaba cada vez
más desesperante. Pronto estarían obligados a solicitar refuerzos de forma
urgente o, más tarde o más temprano serían derrotados.
Al no contar con una radio, entonces deciden que vaya el soldado Demayo
en el unimog hasta Famaillá. Luego de dejar su fusil al
suboficial y cambiarlo por la pistola, Demayo se dirige al camión cubierto por
el fuego de sus camaradas. Logra subir, pero inmediatamente recibe una lluvia
de fuego sobre el parabrisas lo que lo obliga a arrojarse por la puerta del
acompañante sin lograr encender el camión. En un segundo intento logra
encenderlo y hacer marcha atrás para esquivar el grueso de terroristas, pero al
querer frenar para evitar unos caños de desagüe, apilados allí por trabajadores
viales, quienes por esos días construían un alcantarillado, se da cuenta que
los frenos no funcionan y el unimog choca contra ellos
quedando semicolgado y atascado. No le queda, entonces, más opción que volver a
la escuela.
Ante el intento fracasado de llegar a Famaillá en el unimog,
uno de los suboficiales no duda en buscar él mismo los refuerzos. Se lanza a la
carrera hacia el cañaveral que rodeaba la escuela, atravesando la espesa
vegetación con rapidez. Algunos guerrilleros se dan cuenta de su intento de
fuga y comienzan a disparar, pero el suboficial logra moverse con velocidad y
habilidad, evitando las balas y alejándose cada vez más de la escuelita. El
sonido de los disparos se fue desvaneciendo a medida que avanzaba, y pronto se
encontró en un lugar tranquilo y oculto. Respiró profundamente y miró
alrededor, nadie lo seguía. Quedaban todavía 17 kilómetros hasta Famaillá y él
era la única esperanza para sus compañeros atrapados en la escuela. Habiendo
recupeado fuerzas, reanudó la carrera adentrándose una vez más en el cañaveral.
Ya estaba atardeciendo cuando un camión Mercedes Benz del Ejército
conducido por un soldado, que llevaba algunas herramientas para terminar los
trabajos, apareció en el camino a unos 150 metros de la escuela. El soldado es
sorprendido por los disparos de los subversivos y pierde el control del camión
que cae en la banquina. Viendo que dentro del camión no tenía forma de
defenderse, baja y se parapeta detrás de las ruedas. Pero termina siendo
alcanzado en un brazo y se arrastra hasta refugiarse bajo el camión.
Ya había oscurecido totalmente, cuando un nuevo unimog del
Ejército llegó al lugar desde la vecina escuela de Balderrama a cinco
kilómetros de Manchalá. Habían escuchado los disparos y no habían dudado en ir
a socorrer a sus compañeros. En él iba el sargento Lastra, acompañado de cuatro
soldados. Este vehículo también recibe una lluvia de balas, siendo herido el
soldado que iba conduciendo y el unimog queda inutilizado al
costado del camino, detrás del Mercedes Benz. Los soldados abrieron fuego
contra los subversivos desde detrás del unimog, pero no pudieron
acercarse a la escuelita.
Dentro de la escuela, casi sin munición, los salteños esperaban el
asalto final del enemigo. Pero pasaban los minutos —que parecían una
eternidad— y el ataque no se producía. De pronto, una luz iluminó la noche como
si fuera de día. Era una bengala de la brigada del Ejército que, alertada por
el suboficial que había logrado llegar a Famaillá, luego de una veloz carrera, arribaba
al mando del general Vilas.
El general estaba convencido que estaba llegando tarde y que el ERP, con
la superioridad de hombres y armamentos de que disponía, habría podido tomar la
escuela. También era lógico suponer que, si la escuela se había perdido,
entonces todos sus camaradas estarían muertos. Sin embargo… la esperanza es lo
último que se pierde, y, para asegurarse, el principal Lastra decidió acercarse
y, con una mezcla de emoción, rabia y rezos, entonó el verso inicial de la
Canción del Ingeniero en medio de un tenso silencio. “¡Ingenieros,
audaces guerreros!”. Y para alivio de Lastra y de todos los que
esperaban anhelantes, desde adentro le contestaron casi gritando: “¡Que
la patria en su yunque forjó! ¡Con soldados titanes de acero, de la noble y
abnegada misión!” Los defensores, protegidos como los soldados de
Belgrano en 1812 por el escapulario, seguían vivos.
Los subversivos, al ver llegar los refuerzos habían huido abandonado no
solo vehículos y armamento, sino también a sus dos muertos. A su vez, tres
guerrilleros habían sufrido heridas.
El objetivo de tomar Famaillá por parte de la “Compañía de Monte Ramón
Rosa Jiménez” con 117 efectivos, había fracasado rotundamente.
¡Y todo eso gracias a la valentía de 2
suboficiales y 12 soldados, entre los que hubieron cinco heridos!
Ante la inesperada resistencia, y sabiendo que se quedaban sin tiempo,
los guerrilleros instalaron una ametralladora MAG en una casa frente a la
escuela. Desde allí comenzaron a disparar sin interrupción.
Mientras tanto los suboficiales veían de qué manera rescatar al soldado
herido detrás del grueso eucalipto que a duras penas lo protegía. Dos de sus
compañeros que estaban parapetados detrás de la ermita abandonaron esa
protección para rescatarlo. En cuanto salieron a la carrera, los insurgentes
concentraron los disparos sobre ellos, pero parecía como si Virgen hubiera
intervenido porque las balas no les pegaron de milagro. Al llegar hasta el
herido lo agarraron de los hombros logrando arrastrarlo hasta la escuela entre
los balazos, que se veían cómo “salpicaban” en el patio a solo unos centímetros
de ellos. Lo metieron en una de las aulas y, una vez dentro, reanudaron el
fuego desde las ventanas sobre los subversivos.
La situación era desesperada, ya que no contaban con las suficientes
municiones para resistir un ataque prolongado. Debían hacer valer cada
cartucho. En esos momentos agradecían la rigurosidad de su instrucción básica y
trataban de aplicar lo aprendido en sus primeras semanas como soldados: “un
disparo, una baja”. Cada uno contaba con tan solo sesenta proyectiles.
Una hora después de comenzado el combate y ante la imposibilidad de
avanzar sobre la escuela, los guerrilleros recurren a otra táctica y comienzan
a gritar a los soldados que estaban dentro de las aulas:
—¡Grupo escuela, ríndanse! ¡los tenemos rodeados! ¡La cosa no es con
ustedes, es con los oficiales!
Los soldados miraron a sus superiores. No había atisbo de duda en sus
ojos, eran soldados del Ejército Argentino, guerreros salteños orgullosos de portar
el uniforme de la Patria. No iban a abandonar a sus jefes. Orgulloso de sus
soldados, el suboficial contestó:
·
¡Avancen hijos de p . . .!, ¡vengan a buscarnos!
A medida que consumían las municiones, la situación se tornaba cada vez
más desesperante. Pronto estarían obligados a solicitar refuerzos de forma
urgente o, más tarde o más temprano serían derrotados.
Al no contar con una radio, entonces deciden que vaya el soldado Demayo
en el unimog hasta Famaillá. Luego de dejar su fusil al
suboficial y cambiarlo por la pistola, Demayo se dirige al camión cubierto por
el fuego de sus camaradas. Logra subir, pero inmediatamente recibe una lluvia
de fuego sobre el parabrisas lo que lo obliga a arrojarse por la puerta del
acompañante sin lograr encender el camión. En un segundo intento logra
encenderlo y hacer marcha atrás para esquivar el grueso de terroristas, pero al
querer frenar para evitar unos caños de desagüe, apilados allí por trabajadores
viales, quienes por esos días construían un alcantarillado, se da cuenta que
los frenos no funcionan y el unimog choca contra ellos
quedando semicolgado y atascado. No le queda, entonces, más opción que volver a
la escuela.
Ante el intento fracasado de llegar a Famaillá en el unimog,
uno de los suboficiales no duda en buscar él mismo los refuerzos. Se lanza a la
carrera hacia el cañaveral que rodeaba la escuela, atravesando la espesa
vegetación con rapidez. Algunos guerrilleros se dan cuenta de su intento de
fuga y comienzan a disparar, pero el suboficial logra moverse con velocidad y
habilidad, evitando las balas y alejándose cada vez más de la escuelita. El
sonido de los disparos se fue desvaneciendo a medida que avanzaba, y pronto se
encontró en un lugar tranquilo y oculto. Respiró profundamente y miró
alrededor, nadie lo seguía. Quedaban todavía 17 kilómetros hasta Famaillá y él
era la única esperanza para sus compañeros atrapados en la escuela. Habiendo
recupeado fuerzas, reanudó la carrera adentrándose una vez más en el cañaveral.
Ya estaba atardeciendo cuando un camión Mercedes Benz del Ejército
conducido por un soldado, que llevaba algunas herramientas para terminar los
trabajos, apareció en el camino a unos 150 metros de la escuela. El soldado es
sorprendido por los disparos de los subversivos y pierde el control del camión
que cae en la banquina. Viendo que dentro del camión no tenía forma de
defenderse, baja y se parapeta detrás de las ruedas. Pero termina siendo
alcanzado en un brazo y se arrastra hasta refugiarse bajo el camión.
Ya había oscurecido totalmente, cuando un nuevo unimog del
Ejército llegó al lugar desde la vecina escuela de Balderrama a cinco
kilómetros de Manchalá. Habían escuchado los disparos y no habían dudado en ir
a socorrer a sus compañeros. En él iba el sargento Lastra, acompañado de cuatro
soldados. Este vehículo también recibe una lluvia de balas, siendo herido el
soldado que iba conduciendo y el unimog queda inutilizado al
costado del camino, detrás del Mercedes Benz. Los soldados abrieron fuego
contra los subversivos desde detrás del unimog, pero no pudieron
acercarse a la escuelita.
Dentro de la escuela, casi sin munición, los salteños esperaban el
asalto final del enemigo. Pero pasaban los minutos —que parecían una
eternidad— y el ataque no se producía. De pronto, una luz iluminó la noche como
si fuera de día. Era una bengala de la brigada del Ejército que, alertada por
el suboficial que había logrado llegar a Famaillá, luego de una veloz carrera,
arribaba al mando del general Vilas.
El general estaba convencido que estaba llegando tarde y que el ERP, con
la superioridad de hombres y armamentos de que disponía, habría podido tomar la
escuela. También era lógico suponer que, si la escuela se había perdido,
entonces todos sus camaradas estarían muertos. Sin embargo… la esperanza es lo
último que se pierde, y, para asegurarse, el principal Lastra decidió acercarse
y, con una mezcla de emoción, rabia y rezos, entonó el verso inicial de la
Canción del Ingeniero en medio de un tenso silencio. “¡Ingenieros,
audaces guerreros!”. Y para alivio de Lastra y de todos los que
esperaban anhelantes, desde adentro le contestaron casi gritando: “¡Que
la patria en su yunque forjó! ¡Con soldados titanes de acero, de la noble y
abnegada misión!” Los defensores, protegidos como los soldados de
Belgrano en 1812 por el escapulario, seguían vivos.
Los subversivos, al ver llegar los refuerzos habían huido abandonado no
solo vehículos y armamento, sino también a sus dos muertos. A su vez, tres
guerrilleros habían sufrido heridas.
El objetivo de tomar Famaillá por parte de la “Compañía de Monte Ramón
Rosa Jiménez” con 117 efectivos, había fracasado rotundamente.
¡Y todo eso gracias a la valentía de 2
suboficiales y 12 soldados, entre los que hubieron cinco heridos!
Lic. Julio Vicente Uriburu
Presidente
Dr. Alejandro Estrugamou
Secretario
Grande abrazo Patricio
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